martes, 14 de octubre de 2014

Treintena



Treinta años… Seis lustros… y no siento ese ilusorio peso del “qué se dirá” que la sociedad insiste en volcar sobre las treintañeras solteras, como ya lo soy yo oficialmente.
Tres décadas, valiosas para calibrar la medida que obtengo de lo que he aprendido y “desaprendido”, amado y odiado, ganado y perdido, vivido y desvivido; pero inútiles para medir el índice de juventud contenido en mi alma, mi cuerpo y mi mente y que el juicio externo quiere disolver solo porque no tengo pareja ni soy madre (metas que eventualmente alcanzaré pero cuando sienta que esté realmente preparada, ahora no, en este momento no).
Treinta años, los cuales debería suponer una vida realizada, pero lo más cierto de esto es que muchos seres en el mundo (no solo yo) están a duras penas comenzando esa vida. En un entorno como en el que vivo, donde se condiciona a las chicas a que su único destino seguro en la vida es el de tener marido e hijos desde muy temprano (es decir, según opino, siempre vivir en función de otros, aprobarse en función de otros), yo no quise ni siquiera pensar en hacerme una vida como la que muchos sueñan (una carrera, un matrimonio, formar una familia, tener una casa…) mientras no me conociera y me aceptara a mí misma, mientras no tuviera indicios claros de lo que fuera que anduviera mal en mí, la causa de las burlas de ciertas gentes –burlas que me llevaron a un absurdo intento de suicidio a la edad de 10 años con un poco de acetona que no tuvo consecuencias graves-, la razón de que me consideraran rara, inteligente, tímida, muda, pendeja, “anormal”, “mongólica”, “enferma”… Necesitaba saber si mi especial modo de ser encajaba en alguna descripción ya existente. Hasta que, gracias a la información disponible en mi mano acerca del espectro autista y el síndrome de Asperger y a la telenovela La Mujer Perfecta (y gracias a su creador, Leonardo Padrón), empecé a entender mejor lo que me sucedía, lo que en más de 25 años de vida no había logrado… Y luego de varios años de enfrentar con la luz a períodos oscuros de mi vida (como el intento de suicidio, los chantajes que he soportado incluso dentro de la familia, las burlas y los abusos), de acercamiento a personas con condiciones similares a la mía -de quienes he llegado a hacer amigos con los que he alcanzado una gran identificación- y de perder (tanto física como emocionalmente) a miembros de familia carnal que alguna vez fueron importantes para mí, recibí el diagnóstico que confirmaría mis sospechas: autismo leve con alto nivel de funcionamiento. Es decir, que tengo buenas posibilidades de tener una vida independiente, vida que lucho por alcanzar. De esto hace ya más de un año.
En el camino de este autodescubrimiento (que sé muy bien que nunca termina), he aprendido mucho, especialmente tres cosas: que mi propósito de vida, mi punto de partida, es simplemente ofrecer mi ser como dechado del autismo, ejercer la parte de responsabilidad que me toca de ser representante de esa “casta” tan única que significa el espectro autista; que a partir de ese punto de partida puedo lograr muchas cosas, entre ellas canalizar mi inquietud por el arte, por la palabra bien empleada y por el trato digno a personas vulnerables al igual que yo. También he aprendido que no se debe uno desesperar por buscar la aprobación ajena porque el mejor camino que se puede seguir es buscarla dentro de nosotros mismos identificando las virtudes, fortalezas y rasgos de personalidad que los demás ven en nosotros y reafirmándolas o controlándolas cada vez que sea necesario pues a partir de este hecho ya no importará tanto o casi nada lo que la gente pueda pensar de nosotros. Y por último, lo que considero más importante en mi caso: que el momento en que recibí el diagnóstico, ya de adulta, sin dramas innecesarios ni llantos, fue el más liberador que tuve en muchos años –eso, sin mencionar el obligatorio duelo-; entonces supe que podría hacer mi vida sin el peso opresor del no saber “por qué” mi “especial” forma de ser me daba tantos “puntos” contradictorios entre sí y que podría convertir mi condición autista altamente funcional en una fuente de gran satisfacción y en un ejemplo a seguir para los que ya adultos sospechan  tener lo mismo que yo pero que todavía no lo tienen claro.
Yo lo descubrí casi en el umbral de la treintena de edad, pero aun cuando hubiese conocido el autismo en mí a edad avanzada, habría sabido perfectamente que nunca es tarde para descubrir de qué está hecho uno.