Ahora
quiero hablar del amor que me inspira mi país.
Amo
todo lo que identifico de bueno en Venezuela: entre tantos detalles positivos estan el mestizaje del cual yo soy un
orgulloso producto, sus arepas, sus hallacas, su música (su arpa, su cuatro, su joropo, su gaita
zuliana, su galerón, su calipso, su cumaco de San Juan…), sus ilustres
(Bolívar, Bello, Simón Rodríguez, Rómulo Gallegos, Antonio Lauro, Simón Díaz,
el doctor Convit, [¿Chávez?, para bien y para mal], entre otros de quienes no
pretendo hacer un catálogo por no ser ése el objetivo de este escrito) y,
principalmente, la solidaridad de su gente (que ha sido mermada un poco por la
inseguridad, no solo la inseguridad personal y social causada por la
delincuencia, sino de todo tipo).
Por
otra parte, nací y he vivido toda mi vida en Barlovento, una región ubicada a
una hora y media de Caracas, bien conocida por su gran potencial turístico
(playas, producción de cacao, la cueva Alfredo Jahn, entre otras atracciones) y
por sus alegres y populares tambores. Sin embargo, a veces siento vergüenza de
ser barloventeña: en los últimos años he sentido cierta frialdad de parte del
barloventeño promedio –ni caso tiene atribuirlo a mi condición autista, por más
evidente que sea; lo atribuyo principalmente a la grave situación del sistema
de cosas imperante ahora en nuestro país-, así como cierta tendencia a renegar
de sus propias raíces, ignominia que ni siquiera yo sería capaz de cometer, por
ejemplo: no me explico cómo un barloventeño de raza negra puede preferir el
triste paseo vallenato de Colombia que no se aproxima ni de lejos al festivo sonido
de la mina y el tambor barloventeños y desdeñar cobardemente la música
folklórica de su propia tierra cuyo ritmo llevamos muchos en la sangre o en el
alma. Esa ignorancia se ha convertido, más que idiosincrasia, en “idiotincrasia”.
Y de paso, me temo que esa merma del amor por la identidad nacional que se ve
en todo el país va en aumento, entre otras cosas por la gran cantidad de
profesionales que emigran a otras naciones. Pero, los que nos quedamos porque
no nos queda otra opción, ¿qué? Tenemos que volvemos mucho más austeros hasta
donde nos sea posible y luchar con todas nuestras fuerzas para defender a
Venezuela y descontaminar el ambiente envenenado por la politiquería,
recuperando la confianza de que el pueblo –y solamente el pueblo, no un
gobierno o mesías disfrazado de pueblo- es el que puede tomar el mando de un
país y llevarlo al elevado ideal que nos merecemos. Yo sí amo mi país, yo
confío en mi país y por eso me quedo.

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